lunes, 15 de febrero de 2010

RUTA DEL BARRANCO DEL MORTERO





Catalogación: Excursión.

Duración: 3h. 30’ (solo descenso, no incluye regreso).

Desnivel: 250 m.

Dificultad: Media-fácil.

Interés paisajístico: Pinturas rupestres, cañones, rapaces.




Por la carretera que se conoce como de Las Ventas (TE-V-1101), accederemos en vehículo en un par de kilómetros desde la localidad de Alacón a la planicie del Borón, donde se localiza la cabecera del barranco del Mortero. Una caseta informativa y una espacio acondicionado para mirador sobre el barranco nos da la bienvenida. A partir de aquí iniciaremos el descenso del barranco. Unas escaleras acondicionadas en una pequeña vaguada facilitan el acceso a la cabecera, caracterizada por un abrupto acantilado, que da lugar a una espectacular cascada en época de lluvias, y una balsa a los pies de éste.

En torno a la cabecera cuatro abrigos con pinturas rupestres se distribuyen estratégicamente acotando la cabecera alrededor de la balsa del acantilado. Una mesa de interpretación ayudará al senderista a comprender este paisaje en relación con su ocupación prehistórica y a identificar las numerosas aves que hallan refugio en las numerosas oquedades y grietas que se encuentran a lo largo del barranco. Los buitres, alimoches, cernícalos, chovas y grajas entre otras muchas aves de costumbres rupícolas serán compañeras inseparables durante el tiempo que dure nuestro descenso.

Al cabo de 2 horas llegaremos al Cerro Felio, que se levanta sobre la margen izquierda del barranco, dejando atrás los abruptos encañonameintos. En la cinglera rocosa del cerro se detectan numerosos restos de cerramientos de cavidades realizados en piedra seca y que se utilizaron hasta épocas recientes por los pastores para encerrar sus ganados durante la noche. Junto a estos cerramientos tradicionales, destacarán los numerosos vallados de protección de las pinturas rupestres que aparecen de igual forma alineados a lo largo de la cinglera.

Una senda que nace en el barranco nos ayudará a ascender hasta la cinglera y después por el barranco Pellejas bajar hasta el barranco del Mortero y coger un camino que nos llevará hasta la Ermita y la balsa de San Miguel. Aquí podríamos dar por terminado el descenso del barranco si hemos dejado en este punto los vehículos, o bien llegar hasta la localidad y disfrutar del trazado de la ruta de las bodegas.

Desde los lavaderos, en unos 30 minutos llegaremos a la base de la colina que sustenta la localidad y que está horadada por cerca de 500 bodegas –donde se cría y conserva el famoso vino de Alacón-, distribuidas por una serie de terrazas que se adaptan a las curvas de nivel y por las que discurre una ruta señalizada mediante mojones e indicadores que se conoce como ruta de las bodegas. Sendas mesas de interpretación explican no solo la arquitectura de estas bodegas sino también el barrio tradicional de eras que se desarrollo a los pies de la colina.





sábado, 6 de febrero de 2010

Recorrido cultural

El casco urbano de Alacón, más amplio de lo que cabría suponer, hace ver que hubo tiempos con más gente. Lo positivo es que se conserva bien. Las casas, excepto las más recientes, están todas ellas levantadas con losa del país, aunque ésta suele permanecer oculta bajo un rebozo de argamasa de cal o de mortero. Se trata de una losa caliza, que actualmente se extrae y viaja por toda España.


Más que paradigmáticos ejemplos de arquitectura tradicional, Alacón tiene un urbanismo sugerente, con calles adaptadas a curvas de nivel cortadas por otras que se empinan directamente hacia arriba. No es un urbanismo medieval, pero tiene algo de laberíntico, con un montón de rincones y replacetas (repatines), sin los que las noches de verano no serían lo mismo. La parte alta se conoce como el barrio de la Villa, el núcleo más viejo; el resto conforma el de la Plana. Entre ambos, el límite más visible lo constituye un portal de piedra sillar, el único conservado de los que daban acceso al antiguo recinto urbano. Se trata de El Arco, austero en nombre y en formas, construido seguramente en el siglo XVI y marco perfecto para divisar la ruinosa ermita de San Blas, hacia el oeste. Junto a él se encuentran el viejo horno de pan comunitario –hoy, sede del Parque Cultural del Río Martín–, el Ayuntamiento y el coqueto Centro de Interpretación de Paleontología Francisco Andreu, que lleva el nombre de uno de los últimos alcaldes, ya fallecido. La iglesia corona el caserío. Aparece como una mole dieciochesca, de un barroco desornamentado, en el que predomina el ladrillo sobre la piedra. Frente a ella está la Plaza Alta, la única sombreada en el pueblo gracias a un par de acacias. Fue frontón y salón de baile para las fiestas, antes de construirse el actual polideportivo. Detrás de la iglesia está El Castillo, un solar sobre el estrato rocoso que mira hacia el norte, convertido en un excepcional mirador. Si alguna vez hubo una fortaleza, sólo ha quedado el topónimo.

Lo interesante del sitio lo constituye el paisaje que se ofrece a la vista, sedante y gradual: en primer término, las eras, mucho menos viejas de lo que parecen; tras ellas, la huerta se despliega en un mosaico de pequeños campos, como atendiendo a algún orden antiguo; siguen los secanos, bordeados de cabezos blancos; y, poco antes del horizonte, se adivinan el Cerro Felío y el barranco del Mortero. Y para acabar este recorrido, queda un último rincón al que acercarse: la Torre Vieja, situada en un extremo del pueblo, junto al Calvario y su ermita tardogótica y barroca. Es un resto de antiguos tiempos medievales, probablemente del siglo XIII, cuando ya estaba más que asentado el nuevo poder cristiano por todo el Bajo Aragón. Los sillares que ocuparon sus esquinas, tallados por canteros que dejaron en ellos sus marcas de fábrica, se encuentran repartidos entre los muretes del Calvario y la iglesia parroquial. Y sin embargo, allí sigue, gracias a la durísima argamasa de sus muros, con la mirada abierta al valle del Martín, testificando la vida en un pueblo por el que, como hemos dicho, no pasan las carreteras, terminan en él.

Pinturas rupestres: una lección de historia

Si alguna persona viajara por vez primera a Alacón y entrara por la vertiente sur, justo en el cruce de la carretera que, desde Oliete, se desvía hacia el pueblo, le llamaría la atención un cartel con el rótulo: pinturas rupestres. Su visita es inexcusable para entender las primeras huellas del arte prehistórico.

El Parque Cultural del Río Martín, al que pertenecen Alacón y otros siete municipios, ha nacido con el deseo de poner en valor y proteger el espléndido legado de pinturas rupestres de estas tierras a orillas del Martín. Su labor no sólo ha obtenido numerosos logros científicos, sino que ha servido para desempolvar otros muchos atractivos culturales y medioambientales de la zona. Así, por ejemplo, hoy el nombre de Alacón suena, al menos sobre el papel, y son varias las publicaciones que hablan de sus bodegas y de unas pinturas que, al fin y al cabo, son Patrimonio de la Humanidad. Supongamos que los pueblos, o los grupos humanos, tienen un periodo de especial esplendor en su historia, algo similar a esos 10 minutos de gloria que Warhol proponía para cada uno de nosotros. En tal caso, a Alacón le corresponderían unos cuantos miles de años, aunque para eso haya que remontarse a la Prehistoria. Fue mucho después de los fríos glaciares, en torno al Neolítico y, posiblemente, hasta la Edad del Bronce, cuando una cultura de raíz cazadora y recolectora sacralizó el barranco del Mortero de Alacón. Lo hizo a lo largo de milenios, disponiendo unas cuantas capillas en su cabecera y cerca del final de sus cantiles rocosos, en torno al Cerro Felío. Son más de una docena de covachos con cientos de motivos pintados. En ellos aparecen personajes sentados –igual que dioses–, recolectores de miel, jinetes, posibles agricultores, danzantes y, sobre todo, arqueros, calmados o corriendo, solitarios o en grupos de caza y escenas rituales (tal vez de guerra), y muchos animales: ciervos y ciervas, cabras y machos cabríos, asnos salvajes, bóvidos, ¿cánidos? A veces son sólo signos y otras, manchas indescifrables o incompletas. Se trata de una de las acumulaciones de pinturas levantinas más importantes del arco mediterráneo peninsular, en la que tampoco faltan representaciones del denominado arte esquemático.

Nos gusta imaginar que encierran narraciones cuyos textos hemos olvidado, historias que explicaban el origen de las sociedades que las generaron y justificaban su presencia en el lugar. Pero para interpretarlas parece mejor acudir a los especialistas, como el profesor D. Antonio Beltrán, que lleva toda una vida estudiándolas, y D. José Royo, padre del parque cultural, quienes han hecho una inmensa labor por la conservación, estudio y difusión de este patrimonio y con quienes Alacón está en deuda. El primero de ellos, en un artículo aparecido en Heraldo de Aragón el día 12 de junio de 1994, se refería a la importancia de la Cueva del Tío Garroso y homenajeaba así a su figura central: Cuando buscamos un tipo "aragonés" prehistórico símbolo del de todos los tiempos se nos ocurre acudir a […] el que domina la cueva del tío Garroso, en el Cerro Felío, marchando impetuosamente hacia la derecha, tanto que las piernas se presentan en una horizontal, con amplios zargüelles cortados por unas polainas o por ataduras, con generosa melena sujeta a las sienes por una diadema, llevando en las manos dos flechas con las puntas en forma de arpón hacia adelante y las emplumaduras que garanticen la dirección del disparo hacia atrás. Lástima que no figuren acompañando al amplio pecho, a los señalados hombros, al delgado cuello, rasgos faciales, porque estaríamos ante el retrato del alaconero más antiguo que conocemos. Aun así, con el misterio de sus rasgos escondidos ahí está, en la pared del covacho, la imagen de uno de nuestros abuelos en el inicio de nuestra historia gráfica".

Parece difícil mejorar esta descripción. Este famoso cazador figura en el logotipo del Parque Cultural. Para visitar esta emblemática figura y las otras pinturas hay que contactar con los guías locales, los que también podrán informar al viajero de la señalización de una ruta por el cauce del barranco del Mortero para empaparse de un escenario (casi) prehistórico, que sigue manteniendo esa esencia de santuario abierto en la Madre Tierra. Es territorio del buitre y de multitud de especies animales que encuentran refugio en estos roquedos. Allí también aparecen, pegados a las rocas, los viejos apriscos para el ganado, algunos todavía en uso, en lo que constituye un magnífico ejemplo de ocupación continuada en el tiempo, que va mucho más allá de la presencia de nuestra especie, pues estos parajes dieron cobijo a un grupo de neandertales que anduvo por aquí hace unos 50.000 años. En el covacho de las Eudoviges, en pleno Cerro Felío, se comieron un rinoceronte y otras piezas de caza de la época. Es también el lugar donde se han encontrado los restos de los primeros alaconeros: tres personas que fueron enterradas en la Cueva Hipólito hace ahora unos 4.000 años. El barranco del Mortero desemboca en otro mayor, el de la Muela, al que se arriman algunos yacimientos ibéricos (El Castelluelo y Las Suertes) y por el que se extiende desde antaño la huerta. En el punto inicial de este regadío se encuentra la balsa de San Miguel, hecha en piedra, con su ermita, barroca y popular, bendiciendo el lugar con su presencia y un enigmático caño, que los de Alacón debieron de picar para potenciar el manantial. De la balsa parte otra de las rutas señalizadas por el Parque Cultural del Río Martín, la que se interna por huertas siguiendo un reguero de fuentes y balsas. Desde aquí también se obtiene una de las panorámicas más fotogénicas de Alacón, en la que aparece apenas recortado en el monte, con todas sus bodegas horadando la ladera.

Las bodegas: donde el tiempo se detiene



Si ese mismo viajero al que aludimos en el apartado anterior accediera a Alacón por su lado norte, le llamarían poderosamente la atención los agujeros excavados en la ladera de El Castillo, esa ladera de la mágica colina a la que antes aludíamos. Mágica por el ritual de su interior y fotogénica, porque vista desde la huerta y las eras la silueta de Alacón resplandece. Justo debajo de El Castillo, aparecen horadadas en la ladera las famosas bodegas de Alacón. Son aproximadamente medio millar, contando unas pocas que ocupan un cabezo aledaño, excavadas en mantos arcillosos y de arenisca y ordenadas en hileras o retas que siguen curvas de nivel. Prácticamente todas ellas están en uso. Hay quien todavía pisa en el suelo las uvas, otros emplean sólo la prensa, pero el mosto sigue escurriendo hasta la trujaleta, desde donde se traslada a los viejos trujales de obra o, más recientemente, de acero inoxidable para que fermente. Los caldos que se elaboran en Alacón nada tienen que ver con el buqué de los vinos comerciales, a pesar de ser intensamente frutales. Sus 16 ó 17 grados los marginan al mundo de lo artesanal, pero a su vez les imprimen un sello de autenticidad. Entrar en estas bodegas tiene algo de ritual: el paso inseguro de quien es forastero; el gesto de agachar la cabeza; el hecho de dar la luz y verse dentro de una cueva excavada a pico; la sensación térmica, de frío o de calor, que proporciona una temperatura constante, en contraste con la del exterior; la limpieza del coco (en realidad, media cáscara de coco) y la primera cata de vino joven, compartida siempre con los demás. En algunas de estas bodegas se pueden encontrar vinos de más de 30 años, rarezas etnográficas que se sirven al final de una cena y que rememoran una boda, un nacimiento o un bautizo, una fecha muy señalada para la que se reservó el mejor vino de aquel año, creando así una madre que ha ido recibiendo las mejores añadas desde entonces. Son procesos ancestrales en los que aún se tienen en cuenta las fases de la luna. Cada bodega alberga una historia, tejida con sudor y lágrimas, entremezclada con cánticos de fiesta y susurros de miedo. Las bodegas también sirvieron en los tiempos turbulentos de la guerra civil como refugio seguro. Todavía cuentan nuestros padres, al igual que contaban nuestros abuelos, que cuando tocaban las campanas, señal inequívoca de que la aviación (siempre enemiga) llegaba cargada de bombas, todas las familias del pueblo se escondían rápidamente en las bodegas y allí, a oscuras siempre, apretados los niños contra los pechos de las madres, aguardaban a que el ruido pasara y de nuevo se instaurara la calma. Maestría de elaboración artesanal del vino, arte de excavar la roca arenisca a pico y ritualización de la fiesta constituyen ingredientes que provocan la contemplación inocente del paso del tiempo, los debates sobre lo divino y lo humano y la exaltación de la amistad, siempre compartiendo bocao y trago, dejando atrás las vicisitudes de la vida cotidiana. Momentos en los que parece detenerse el tiempo porque como dice Serrat, cantautor que ha escrito poemas en catalán y castellano, en uno de sus primeros trabajos: Vamos subiendo la cuesta, que arriba en mi pueblo comenzó la fiesta.